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lunes, 14 de diciembre de 2009

SUEÑOS (por Vladimir Ávila)

El precioso relato de Chafallo Ruiz acerca del "tiempo de trompos" me transportó a los años de niñez allá en el pago, cuando ese enervante vestigio de las sociedades contemporáneas llamado televisión aún no había hecho tanto daño. En verdad que era todo un ritual la adquisición, preparación y decoración del trompo cuando su "tiempo" llegaba. Malaya suerte la mía que siempre un trompo cucarro me tocaba, ¿o tal vez ése era mi pretexto por lo "maleta" que era en el manejo de aquel preciado juguete de madera, especialmente en su tirada? Dejémoslo ahí. Ah!, pero lo que más me gustaba era la carrera de "autitos".

Religiosamente, tal cual lo explicó nuestro amigo Chafallo, cada año llegaba el tiempo de alguno de los más respetados y aclamados juegos, verdaderos retos para los changos del barrio. El tiempo de los autitos me parece que coincidía con el mes de la popular carrera nacional de autos, porque como ya saben nuestras carreteras por montañas, valles y llanos, propiciaban (y lo siguen haciendo) el natural desarrollo de este aventurado deporte.

El ritual comenzaba con la elección y compra del modelo automovilístico; se trataba de unos pequeños cochecitos de plástico ordinario y hueco por dentro que vendían allá en el mercado negro. De pronto este lugar se veía inundado de niños sumidos en su misión comercial. Era muy difícil tomar la decisión, el dinero sólo alcanzaba para un cochecito. Además, ahí frente a tus futuros rivales, tenías que tratar de mantener en secreto tu ejemplar hasta el momento de la competencia.

Hecha la adquisición, recuerdo, solíamos felices correr con mis hermanos a la casa para preparar nuestros bólidos. Luego de admirarlos por un rato procediamos a ponerles el cordel para jalarlos. Con un clavo caliente oradábamos los faros del modelo para pasar por ahí un delgado pero resistente cordel que generalmente sólo se encontraba en la tienda de don Arturito. Don Arturito era el mayor proveedor de los más disparatados artículos, que por cierto de niños nos resultaban tán naturales y necesarios que seguramente no podíamos imaginarnos la vida sin ellos; bolitas, gomas para hondas, todo tipo de pitas y cordeles, papel para voladores, trompos, cohetillos, globos, anzuelos, resortes, cuerinas, etc., etc., etc. Su escueto puesto en el mercado central era como un sombrero de mago, todo salía de él.

Pero continuando con los autitos, el siguiente paso era cuidadosamente abrirlos para rellenarlos con piedras y pedazos de plomo para que así ellos se mantengan estables en su recorrido y en especial en los mortales saltos que realizarían. Las leyes físicas que ni conocíamos, pero que en base a la intuición sí que sabíamos aplicar, salían a flote. Por ejemplo la parte posterior del cochecito tenía que llevar mayor contrapeso, de tal manera que el centro de inercia esté justamente en las ruedas traseras. Cumplida la tarea del rellenado había que cerrar el orificio hecho para tal cometido y proceder a reforzar las ruedas, otra vez haciendo uso del clavo caliente y algo de plástico extra. Luego de la parte mecánica, venía la artística: el pintado del coche, la colocación de su número, las propagandas. La paciencia de mis hermanos era mucho mayor que la mía; ellos incluso adornaban sus modelos con antenas, alerones y todo tipo de accesorios. Agotados con los preparativos nos íbamos a la cama soñando con la carrera del día siguiente; en la almohada reposaba el flamante coche de carreras, la úlitma imagen antes de conciliar el sueño.

Los circuitos que se emplazaban en base a ese peculiar consenso democrático de los niños, eran de todos los tipos; delgadas franjas, montúculos de lo que sea, charcos, paredes, y lo más importante,
elevaciones desde donde se hacían saltar a los coches. Con ese mismo consenso democrático se decidía el orden de la fila...y ojo!, no precisamente (dependiendo del número de competidores) el puesto más privilegiado es el del primero pues la regla era que después de un vuelco tenías que irte a la cola. La ruidosa caravana arrancaba su recorrido en medio de rugidos que imitaban el sonido de los motores automovilísticos y la emoción se respiraba por doquier. Pronto el que arrancó último ya estaba como líder de la caravana; los cochecitos de algunos niños perdían sus ruedas en los primeros
saltos mortales, y entonces era frecuente escuchar decir -!Vos me traes mala quencha!, pero ellos sabían que la ''mala quencha'' no era el hermanito que los seguía, sino el no haber reforzado correctamente las ruedas o el haberse pasado con el plomo.

Todos, absolutamente todos, nos divertíamos con la carrera y claro anhelábamos ganarla, pero sabiamos que habían changos que simplemente eran invencibles por su destreza y estilo en el manejo de aquellos mágicos juguetes; el ver cómo éllos superaban las diferentes pruebas que nosotros mismos habíamos intentado, nos llenaba de emoción y alegría; entonces les decíamos a éllos los Paitas, Crespos, Paravicinis, héroes del automovilismo nacional de aquello tiempos...y así cuando
los azules cerros de la cuesta de Sama se esforzaban por ocultar al astro rey, aún se veía una hilera de changos jalando sus cochecitos ya muy estropeados y embarrados de lodo; todavía quedaba la noche para repararlos y seguir soñando con las ''carreritas''.

Qué lástima que esos sueños hayan sido cruelmente arrebatados por un cañón de electrones.

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